El pasado mes de mayo, cuando se cumplieron 10 años del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Colombia, se organizó una misión humanitaria en la zona rural de Buenaventura debido al creciente desplazamiento forzado que sufren las comunidades negras e indígenas en los ríos Calima y San Juan.
Por John Walsh
Foto (CONPAZCol): la misión humanitaria en Las Colonias, a orillas del río Calima
El Tratado de Libre Comercio entre Colombia y los Estados Unidos entró en vigor el 15 de mayo 2012. Desde entonces, Buenaventura, la ciudad donde está ubicado el puerto más grande de Colombia, si se mide por volumen, y el único puerto de gran escala en la costa pacífica, ha visto la expansión de las terminales portuarias incluyendo, en el noviembre de 2016, la puesta en marcha de la nueva terminal de contenedores Aguadulce, propiedad de empresas con sus sedes en Filipinas y Singapur y construida en gran medida sobre tierras que pertenecen al territorio colectivo del Consejo Comunitario Afro-Colombiano de la Cuenca Baja del Calima. La carretera pavimentada que da acceso a la terminal entra por áreas antes boscosas del territorio colectivo, lo cual ha cambiado el paisaje de manera drástica, pues no solo se han tumbado árboles y casas, sino que el tráfico constante de camiones incrementa la contaminación del medio ambiente.
La carretera entre Buenaventura y las ciudades capitales de Colombia se encuentra muy mejorada, con nuevos túneles, reduciendo de este modo la probabilidad de cierre por los frecuentes derrumbes en la zona montañosa y húmeda.
Al mismo tiempo, las exportaciones colombianas se han diversificado más allá del petróleo, el carbón y el oro. Sin embargo, mientras antes del Tratado de Libre Comercio Colombia tenía una balanza comercial positiva con los Estados Unidos, desde 2017 este balance es negativo.
Por otra parte, la población de Buenaventura (el 45 por ciento de la cual está reconocida como víctima del conflicto armado interno) no ha disfrutado las riquezas que el puerto ha traído. Cabe recordar que hace cinco años, también durante el mes de mayo, el pueblo bonaverense lanzó un paro cívico que paralizó el comercio por tres semanas. En ese año, 2017, el desempleo oficial se encontraba en el 62 por ciento y nueve de cada diez trabajos eran informales. La tasa de pobreza era del 64 por ciento en la zona urbana y 91 por ciento en la zona rural, con el 9 por ciento de la población en la pobreza extrema. El 40 por ciento de la ciudad no tiene alcantarillado; la cuarta parte de la zona urbana no está conectada a la red de agua y quienes lo están no siempre tienen acceso. El hospital de alto nivel más cercano queda a más de 100 kilómetros de distancia, en la capital del Valle, Cali. Después de arremeter con una represión brutal al paro cívico, finalmente, el gobierno nacional se sentó a negociar un acuerdo histórico para mejorar la infraestructura en el transcurso de una década, mejoras que en muchos casos no sé concretan pero que si lo hiciesen, abrirían perspectivas para un futuro mejor.
Lo que no ha cambiado, sino que de hecho ha empeorado, es el patrón recurrente del desplazamiento forzado interno o confinamiento de las comunidades negras e indígenas de sus territorios colectivos. En mayo pasado un grupo de esas comunidades, aglutinadas en la Juntanza Interétnica, Social y Popular de Buenaventura, convocaron una Misión Humanitaria conformada por organizaciones locales, nacionales e internacionales para visitar las comunidades y buscar soluciones frente a las violaciones a su bienestar.
Las comunidades son desplazadas o confinadas por diferentes actores armados, incluyendo el grupo paramilitar las AGC (Autodefensas Gaitanistas de Colombia), insurgentes del ELN (Ejército de Liberación Nacional), disidencias de las extintas FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), grupos meramente criminales sin propósitos políticos y las propias fuerzas armadas de Colombia. Los territorios colectivos atraen la atención de estos grupos tanto como una ruta de tránsito para las economías ilícitas – el narcotráfico, la minería ilegal, el tráfico de armas – como un sitio para estas actividades, en la forma de cultivos de coca o minas. Las fuerzas militares nacionales, que alegan estar combatiendo a dichos grupos armados ilegales, pareciera que más bien ven la población civil como parte del enemigo, dentro del marco de las doctrinas de contrainsurgencia o enemigo interno infundidas por la cultura militar en el transcurso de décadas.
El desplazamiento forzado y el confinamiento tienen también un objetivo a largo plazo, “liberar” el camino para la instalación de megaproyectos, tales como la expansión portuaria. El patrón de la actividad paramilitar en Colombia ha sido ver la tierra en términos de su valor capitalista – para monocultivos o como base de extracción de recursos naturales – en lugar de considerar la tierra como el hogar autosuficiente para una comunidad y su herencia cultural. Además, los paramilitares han estado vinculados a los intereses económicos que se benefician de la expulsión o el sometimiento de las comunidades.
La Juntanza y sus aliadxs buscan avanzar en un proyecto de autoprotección mutua llamado el Eje Humanitario, consistiendo en lugares de refugio para comunidades desplazadas y apoyo para su retorno seguro a sus territorios colectivos o su reubicación. A solas, las comunidades tienen poco poder político; pero juntas, y contando con un acompañamiento nacional e internacional, la lucha es menos desigual.
Comments